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Testimonio de Jacint Vila

Fraile Franciscano diagnosticado con ELA nos comparte su historia.

Hace una década que a Jacint Vila, fraile franciscano, le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Más o menos desde entonces, Vila vive, postrado en una silla, en el santuario de Sant Antoni de Pàdua de los Padres Franciscanos, en Barcelona. Su cuidador, Victorino, lo ayuda con su día a día. Y tres veces al año acude a la Unidad Multidisciplinaria de Esclerosis Lateral Amiotrófica del Hospital del Mar.

¿Cómo es convivir con la ELA?
La enfermedad me ha dejado fuera de combate, así que dependo totalmente de mis compañeros de la comunidad y de los cuidadores que vienen de fuera. El ritmo me lo marca la gente que me ayuda a levantarme, a asearme y que me acompaña en el desayuno. Por la mañana, suelo estar en la misa del coro de la iglesia. Tengo la suerte de que muchas personas vienen a ayudarme con el ordenador: gente que me deja sus manos y su tiempo, lo que me permite conectarme con el mundo.

¿Cuándo empezaron los síntomas?
Fue hace unos 10 años. Tenía síntomas de inestabilidad, como vértigo. Soy sacerdote y, cuando daba misa en la parroquia, lo hacía con las manos sobre la mesa del altar. Esa inseguridad, que llevaba tiempo sintiendo, me estaba diciendo que algo pasaba. Así que, cuando me dijeron que tenía ELA, no supuso ninguna novedad. No fue muy dramático.

¿Cómo está su ánimo?
Muy bien. Un privilegiado. Porque viendo cómo está el panorama y cómo tantos que sufren la misma enfermedad están prácticamente solos… Yo tengo mucha compañía: de la comunidad, de amigos, de la familia. Y no tengo mucho dolor físico. Lo que sí siento es impotencia al no poder echar una mano cuando veo a mis compañeros ahogados de trabajo.

¿Y el futuro?
Será el que Dios quiera. Estoy preparado, me he mentalizado mucho. He tenido la suerte de tener mucho tiempo en estos 10 años para entender muchísimas cosas, valorar otras tantas que antes no valoraba, como la amistad y la solidaridad. Cuando estás bien, parece que no necesitas de nadie, pero la ELA me ha colocado en mi sitio: soy totalmente dependiente. A la fuerza tengo que ser agradecido, quejarme sería injusto.

¿Cómo ayuda la fe en situaciones como esta?
Yo creo que mucho. Mucho. Primero, en aceptar que Dios no interviene en esto. Un compañero jesuita que tenía cáncer decía: «Cuando me preguntan por qué me ha tocado a mí, les respondo: ‘¿Y por qué no? La pregunta la hacéis mal. Preguntadme por qué a mí no’». Y pienso lo mismo. ¿Por qué a mí no si hay 500 enfermos de ELA en Catalunya y 3.000 o 4.000 en España? ¿Por qué no puedo ser uno? A mí no me preocupa el día de mi muerte, me interesa llegar vivo a la meta. Por tanto, a ser posible, quiero estar consciente y con alguien que me dé una mano de despedida. El dolor sé que hay muchas maneras de suavizarlo, así que tampoco me preocupa en exceso.

¿La eutanasia en el caso de enfermedades terminales como la ELA podría ser una opción?
Yo no la comparto, pero la respeto. Creo que lo principal es tener a alguien a tu lado: cuando es así, la eutanasia queda mucho más lejos. Ahora bien, cuando uno tiene sensación de abandono, entonces la cabeza da vueltas. En estos casos, por desgracia, hay gente que toma esta opción. Y yo creo que si hubiera más atención, cariño y ayuda, sería muy distinto. Lo que sí pienso es que, en los casos más extremos de dolor, no hay obligación de someter al paciente a pruebas extraordinarias ni de morir conectado a máquinas para alargar la vida tres días más. Eso de ninguna manera. Pero la eutanasia activa no la veo. Preferiría que nadie tuviera que llegar a este extremo.

Este es un debate muy vivo ahora mismo en España.
Sí. Entiendo que hay dolores insuperables -no es mi caso, por suerte-. Pero hay tan buenos servicios en la mayoría de los hospitales… Y también ayudas a enfermos terminales, sedantes y calmantes. Lo importante es que el paciente no sufra exageradamente, que esté acompañado y que pueda morir tranquilo.

Hay gente que sí sufre mucho.
Sí. Lamento mucho que tomen esta decisión [la eutanasia], pero lo respeto. No la comparto porque creo que se pueden hacer más cosas. Este hombre que fue a Suiza a morir, pero que aún era capaz [el científico australiano David Goodall, de 104 años, se suicidó legalmente pese a no padecer ninguna enfermedad terminal], no estoy seguro de que, si hubiera tenido compañía y gente a su alrededor, hubiese tomado esa decisión. Ahora bien, el drama es cuando, además de dolor físico, hay dolor moral. La soledad es el peor de los males.

En la mayoría de los casos, son los familiares quienes acompañan a los enfermos terminales a morir. El argumento que dan, cuando optan por la eutanasia, no es la soledad.
Ya. Cada caso es cada caso. Cuando uno enferma, la familia enferma, no hay que olvidarlo. Todo esto crea una serie de dificultades añadidas y pueden aparecer soluciones raras porque todo el mundo está muy cansado.

Fuente: Periódico Extremadura