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Aprender a decir no y a poner límites que sanan

Debemos cuidar la fuente de nuestra alegría y de nuestra paz.

La mayor parte de quienes tienen una gran responsabilidad terminan consumiendo los márgenes necesarios para vivir sanamente. Y es que cuando no sabemos decir que “no”, cuando no sabemos auto limitarnos, terminamos quemando nuestra propia fuente de alegría interior y somos devorados por el agotamiento generalizado, la ansiedad, la tensión constante y el mal humor. Pero estas situaciones no son como muchas veces decimos: “inevitables”. Somos nosotros quienes decidimos cómo vivir lo que nos toca vivir.
Quien quiera agradar a todos, termina por defraudar a todos. La baja autoestima en quienes tienen cargos de responsabilidad sobre otros, es una bomba de tiempo para su propia salud y también para quienes trabajan con ellos. Un problema que no solo afecta en el ámbito empresarial.
¿Qué esperan que haga? En realidad, si lográramos identificar todas las expectativas que los demás proyectan sobre nosotros, acabaríamos siempre frustrados y agobiados. Los demás incluso saben hacer reclamos de toda especie, haciéndonos sentir culpables por no responder a lo que ellos esperaban y a que no tengamos todas las soluciones o respuestas. Y aunque no se expresen abiertamente, se logra presionar de tal modo a la persona a cargo, que caerá en la indiferencia o en el desánimo por nunca poder satisfacer la interminable y sofocante demanda.
No pocas veces el temor al fracaso hace que muchos líderes se comprometan con más cosas de las que pueden realizar y eso les crea más tensión y desgaste.
Es importante recordar que no tenemos que hacerlo todo, ni complacer a todos. Y que, si queremos dar lo mejor de nosotros mismos a los demás, debemos cuidar la fuente de nuestra alegría y de nuestra paz, debemos proteger nuestra intimidad y nuestros espacios con los demás y con nosotros mismos.
En una cultura donde se premia el éxito y está bien visto el hiperactivismo, las personas sienten que deben correr, no importa hacia dónde, pero estar corriendo porque hay muchas cosas importantes que hacer. ¿Qué es tan importante? A veces ni se sabe contestar a esa
pregunta, porque no nos detenemos a pensarlo con seriedad y profundidad.
Las trampas de una baja autoestima, por temor a decepcionar a los demás, nos llevan a decir siempre que sí a todo y a no poder decir que no, cuando deberíamos hacerlo para proteger nuestra salud y el tiempo con nuestra familia. La necesidad de ser reconocido, de sentirse útil y poderoso, nos hace caer en la trampa de no poder decir no a los reclamos ajenos y terminamos abandonando lo verdaderamente importante. Muchos que creen que son resistentes y que lo pueden todo, terminan destruidos sin apenas darse cuenta, hasta que es demasiado tarde. Si no hay tiempo para descansar, para orar, para pensar tranquilamente, para cuidar de los que amamos, ¿cómo puede haber tiempo para hacer algo que salga bien?
Reconocer los límites y aceptarlos
La gente agradecida es la más feliz, y por cierto no viven fuera de la realidad, pero conocen sus límites, los aceptan y ponen la mirada en todo lo que tienen para agradecer.
La sobre exigencia actual que muchos padecen es por no aceptar ni amar sus propios límites. Quien vive por encima de sus propias capacidades notará en algún momento que ha perdido su medida interior. También es cierto que hay otros que de tanto ponerse límites no descubren sus propias capacidades y no crecen más allá de los muros que ellos mismos construyen. Pero lo que parece extenderse en nuestra sociedad actual, es la falta de conciencia de los límites, como si solo bastara con decir: “Si quiero, puedo”. Hay veces que no podré y la vida misma me pondrá los límites que no supe ver.
Hay también quienes no aceptan los límites de los demás, invadiéndolos en su privacidad o queriendo imponer sus propios puntos de vista, como si fuera su derecho, olvidando los límites que el otro desea mantener “a raya”.
Recuperar el propio centro
Quien no pierde su centro, se mantiene a salvo de muchos de estos problemas de límites. Quien está centrado en lo verdaderamente importante no permite que los demás le marquen las reglas de juego.
Cuando la presión externa, los juicios y opiniones de los demás nos condicionan demasiado, podemos perder nuestra propia singularidad, nuestro único modo de ser, para disolvernos en la interminable maraña de presiones ajenas que desean hacernos a su medida.
Se necesita libertad interior para poder decir “no” con paz, sin tener que defendernos ni justificarnos. No tener que justificar el “no”, nos ahorra mucha energía. Cuando tenemos que justificar nuestro límite, ya le hemos dado autoridad al otro para que avance encima de nuestro límite. Cuando libremente decido no hacer algo, no tengo que justificarme. El otro no tiene por qué aprobar mi negativa, porque lo que el otro piense es algo suyo y no debe preocuparme lo que el otro hace con mi decisión de no ceder a sus presiones.
Tal vez los demás sepan muy bien como persuadirme de que haga algo, que si me tomara el tiempo para pensarlo en realidad no lo haría. Cuando somos libres interiormente podemos escucharlas sin enojarnos, y reconociendo que tienen el derecho de preguntarme si yo haría lo que me piden, reconozco que también tengo el derecho de decir que no, sin tener que rendir cuentas de mi negativa.
La humildad que nos rescata
La respuesta al problema de los límites es aceptar que no lo puedo todo, que no debo hacerlo todo. Cuando nos hemos enojado con los demás por lo cansados que estamos o porque no queríamos hacer algo, los responsables somos nosotros por no reconocer ni defender nuestros límites, no los demás; que por otra parte, siempre estarán pidiendo cosas. Es necesaria la humildad para darme cuenta qué puedo exigirme y qué no, para discernir qué cosas puedo delegar en otros y ser más libre.
La humildad es reconocer la verdad sobre uno mismo, es vivir en la verdad de nuestra pequeñez y nuestra limitación, con la seguridad de lo que realmente somos, sin querer ser lo que no somos. Por eso las personas más grandes, seguras de quienes son y de sus límites, suelen ser humildes, porque no necesitan agradar ni complacer a todos, porque no necesitan demostrar nada. Saben ser quienes son y viven con paz y alegría.

Fuente: Aleteia